La tumba de Lanza del Vasto
La sepultura de Lanza del Vasto que antaño fui a visitar a la caída del sol –en aquella época llevaba allí sólo un lustro – es un poema muy sencillo en un sotobosque que constituye una minúscula necrópolis donde yacen algunas otras rara avis.
Una losa ante la cual se yergue un obelisco en un rincón perdido. Una parcela de recuerdo lejos de todo, fuera del tiempo, en ninguna parte, sólo bajo la luna.
Es un lugar sin nombre, tranquilo, atemporal, un asilo para el espíritu en donde la realidad es clara, humilde, serena. Allí está la tumba, entre erial y maleza. Ningún ruido del mundo exterior viene a romper la armonía rústica que reina en esta isla donde parece que vuelen grandes almas.
Como si me viera, tan lejos en el pasado…Una atmósfera aérea se desprendía de las piedras, el azul del cielo parecía lanzar rayos de polvo, las piedras alrededor del sobrio sepulcro eran como estrellas. Tenía 21 años, no poseía prácticamente nada y caminaba hacia este modesto objetivo en compañía de unos cuantos locos de mi especie hacia el descubrimiento de los seres, de los astros, de lo indecible. Del viento o tal vez de mí mismo…
Ahora las imágenes se tornan más borrosas: el crepúsculo volvía los elementos cada vez más difusos, la atmósfera suave y melancólica recordaba un sueño y no veía ya más que sombras.
Mas cuando cayó la noche, la luz fue total.